domingo, octubre 25, 2015

Algo huele mal en la sociedad de hoy


El drama de los refugiados en Europa es una realidad que no admite posposiciones ni excusas

Por Rafael Hernández Bolívar

La insolidaridad húngara

Durante la noche del domingo 18 y gran parte del día del lunes 19 llueve sobre grupos de refugiados frente a la frontera húngara. Se empapan sus ropas, expuestos, como están, a la intemperie y a las inclemencias del viento y la lluvia. El frío de este otoño se ha venido intensificando durante las últimas semanas.

Miles de refugiados caminan paralelos a vallas erizadas de púas y garfios cortantes. La piel, vulnerable, cubierta por ligeros protectores impermeables de material plástico, no saldría indemne si se arriesgara a cruzarlas. Terminaría desgarrada y, las personas que logren llegar al otro lado de las vallas, tendrían los seis años de cárcel que tienen previsto aplicar las autoridades a quienes se introduzcan al territorio húngaro. Los emigrantes sólo quieren atravesar el país para llegar a Alemania. No aspiran a quedarse, les basta con cruzarlo. Pero ni eso le permiten.

Hay muchos niños tiritando de frío. Caminando entre el barro o en los brazos de padres agotados de tanto esfuerzo y desesperación. Entre quienes chapotean el barro bajo la lluvia, hay algunos adultos con muletas o heridos. Hay que seguir. Kilómetros y kilómetros por delante, buscar otra ruta, en este caso, más larga: Cruzar Serbia, pasar Croacia, Eslovenia, cruzar Austria y, al final, llegar a Alemania con la esperanza de encontrar refugio, seguridad, futuro. Miles de penalidades sufridas y centenares de kilómetros recorridos desde África o desde Siria. La guerra, el desierto, el mar, las agresiones y una incertidumbre ineludible: ¿sobreviviremos?

Con una aplastante mayoría (151 votos a favor; 12 en contra y 27 abstenciones), el parlamento húngaro aprobó una ley que autoriza al ejército a usar gas, balas de goma, objetos contundentes y pistolas de redes para repeler a los refugiados en su intento de cruzar las fronteras. Su primer ministro, Viktor Orbán, ha ordenado la colocación de vallas alambradas en las fronteras con Serbia, Croacia y Eslovenia. Ha dicho que sus medidas “funcionan” y ha recomendado que otros países hagan lo mismo. A su juicio, esa debe ser la respuesta de Europa ante el flujo inmigratorio: Blindar sus fronteras. “Nos invaden. Hungría y todo Europa está en peligro”, ha dicho.

Trigo limpio

La religión cristiana habla de hermandad, de solidaridad y de amor. Las otras religiones, en general, también. En relación a los refugiados, el Papa dice que hay que “acoger a las personas y acogerlos tal como vienen…  misericordia es el segundo nombre del amor”. Y ha recordado: 'Todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho'.

Pero he aquí que el Obispo de Valencia, España, se pregunta: “¿Esta invasión de emigrantes y de refugiados es todo trigo limpio? ¿Dónde quedará Europa dentro de unos años?”, negando, de hecho, la orden del Papa Francisco de que cada parroquia acogiera a una familia de refugiados. Añade el Obispo de Valencia que los refugiados son un Caballo de Troya para el continente y, como consecuencia de ello, augura un futuro incierto para Europa. 

David Cameron, Primer Ministro inglés, se refirió a los inmigrantes como una plaga a la que hay que combatir y acabar. La presión popular e internacional, sin embargo, logró que admitiese algunas cuotas de refugiados, en contra de su animadversión. Los partidos de derecha europeos mantienen en algunos casos posiciones ambiguas y, en otras, actitudes francamente xenófobas o racistas.

Más aún, no sólo hemos oído expresiones transidas de indiferencia, de racismo o de odio, sino que también hemos visto actos de agresión y bestiales gestos contra esta masa humana de desamparados: Una periodista metiendo el pie a un refugiado que corría con un hijo en los brazos, huyendo de los gases que lanzaba la policía, y verlos rodar por el suelo, hombre y niño, por efecto de la innoble acción.  La misma periodista dando de patadas a refugiados. En Alemania, la televisión ha mostrado a militantes neonazis apedreando autobuses cargados de refugiados, trancando vías para que no pasen. O una escuela en llamas después de haber sido asignada como centro de acogida, posiblemente quemada para impedir que se alojen allí.

Para asombro de todos, una candidata a alcalde en un municipio, conocida por su clara posición solidaria hacia los inmigrantes, fue acuchillada por un fanático neonazi. Logró sobrevivir al ataque y, bueno también es decir, logró un apoyo contundente en votos de su comunidad. 

La llaman crisis de valores

En el resto del mundo, durante unas tres o cuatro semanas, la terrible fotografía de Aylan Kurdi, el niño ahogado sobre una playa del Mediterráneo, golpeó la conciencia de millones de personas y movió algunas manifestaciones de preocupación y buena voluntad. Pero han seguido muriendo niños y adultos en ese mismo mar por las mismos motivos, apareciendo sus cadáveres en las playas.

Hoy, esa conmoción inicial ha sido reemplazada por nuevos intereses y novedades. El hombre atenazado de urgencias. El egoísmo del confort, la ilusión de la seguridad que nos coloca inalcanzables a las tragedias. La incapacidad para la empatía y para reconocernos en una humanidad a la que pertenecemos y no puede haber excluidos.

Antes, las sociedades y los individuos se escudaban en la ignorancia o en la lejanía. “No pudimos hacer nada porque no lo sabíamos”, decían. O, “no lo impedimos porque no estábamos allí, ocurrió muy lejos”.

Pero hoy no hay excusas. Todo esto lo tienen los europeos en las narices y no tienen forma de eludirlo.