sábado, noviembre 23, 2013

El cacúmetro de Petkoff


Por: Rafael Hernández Bolívar

El lunes de la semana pasada, en el editorial de TalCual de ese día, Teodoro Petkoff se defiende de quienes le acusan de haber desempeñado un tristísimo papel en la liquidación de las prestaciones sociales de los trabajadores en 1997. Ha salido al ruedo con aires retadores. “Escribiré en primera persona porque me atañe”, ha dicho. Y de seguidas expone, básicamente, tres cosas: 1) La acusación de que ha robado las prestaciones de los trabajadores es una infamia, 2) el método utilizado por él ha sido tan bueno que lo conservan los chavistas y 3) quien tenga una opinión distinta a la que él sostiene, es un imbécil y lo es porque le falta cacumen.

Para orquestar su defensa recurre a dos maniobras tácticas de distracción y a un argumento chueco: Por una parte, desviar la atención y descalificar a los acusadores y, por otra, validar su lamentable actuación argumentando de que si hubiese sido malo su “método” aquí habría habido un caracazo elevado al cubo.

Un Robin Hood al revés
¿Robar para sí? ¡No! ¡Robar para otros!
Dice Petkoff que a él que lo registren; pues, no ha robado nada. Y sobre tal punto hace un largo relato. El problema es que a él no se le acusa de haber tomado las prestaciones sociales de los trabajadores, metérselas en el bolsillo y llevárselas para su casa. De ser así, el caso tendría una fácil solución: Se le procesa judicialmente y se recupera el dinero. Pero ocurre que se le acusa de algo mucho más grave: Se le acusa de haber realizado, en su condición de ministro, una especie de robo por encargo; esto es, se le acusa de, favoreciendo a los empresarios, haber liquidado a precio de gallina flaca las  prestaciones de los trabajadores.
Vale decir, las prestaciones no se calcularon con el “método Petkoff” sino como estaba previsto en la Ley Orgánica del Trabajo de la época y que se conservó en la Ley del 2012. Esto es, se calculan tantos días de salario por año trabajado. Entonces, ¿qué cambió? La liquidación: En lugar del régimen retroactivo, a partir de ese momento las prestaciones en lugar de acumularse se liquidan el mismo año. ¿Esto beneficia o perjudica a los trabajadores? Hay criterios diversos: Unos sostienen que en el régimen retroactivo el trabajador tenía una reserva que le permitía al momento de su retiro disponer de una masa de dinero para inversión o simple garantía de una reserva para sus años de jubilación. Otros dicen que el trabajador puede disponer de sus prestaciones al momento y hacer de esta manera inversiones rentables ahora y no en el momento de su retiro que ya no le serían útiles o que estarían fuera de su alcance. Más aún, los de más allá, sostienen que con el nuevo régimen no hay manera de protegerse contra la inflación ni hay sistema bancario que garantice el ahorro. Etcétera.

Pero, en realidad, esa es otra discusión. Lo clave de la acusación a Petkoff es que al momento de cambiar de régimen de liquidación se recurre a una comisión tripartita para negociar la liquidación que correspondía a los trabajadores en 1997. Y es precisamente allí donde se produce el desfalco a los trabajadores; pues, cuando debían cobrar lo que les correspondía y los empresarios pagar sin chistar y sin regateos lo que debían, se recurre, gracias a esta tripartita y a la intermediación de  Petkoff, a la negociación. Esto es, lo que paladinamente confiesa Petkoff: a “un juego de ganar-ganar”. ¿Puede haber una confesión más descarada de esta conducta culpable? ¿Por qué los empresarios tenían que ganar algo con la liquidación de las prestaciones de los trabajadores? Lo que tenían que hacer era simplemente pagar. Si alguna cosa podían aspirar era a la satisfacción moral de haber pagado sus deudas y a dormir sin el remordimiento de deberle a quienes le habían dado su trabajo para enriquecerse y tanto necesitan para vivir. Pero no al regateo en los tiempos, (“ahora no puedo pagarte. Te pagaré después”) o en los montos (“Cómo ahora no tengo el dinero que te debo, hagamos una cosa: Te doy el 60% del total de una sola vez, hacemos borrón y cuenta nueva y, conservando tu puesto de trabajo, comenzamos con el régimen de liquidación anual de ahora en adelante”).

Y Petkoff, como funcionario público, no podía estar en el ánimo de oyente comprensivo y menos asumiendo como propias las justificaciones de los empresario, su perspectiva y sus intereses: No podemos descapitalizar a las empresas con el pago de prestaciones, no hay dinero para pagarlas y habría que vender propiedades, etc. Olvidando que las prestaciones de los trabajadores estaban en los automóviles, las casas extras, las nuevas inversiones de los empresarios y que si se trataba de asumir el nuevo régimen lo que tenían que hacer era pagar y nada más.

Quizás, no se ha acertado en definir con precisión la conducta de Petkoff y el término más pertinente sea el de prevaricación. Pero, ¿no es mucho pedir poner reparos lingüísticos a quienes con toda justificación lo que están es molestos por el desfalco y la impotencia? Creo yo que más bien han estado excesivamente decentes; pues, con sobrado derecho, pudieron haber usado palabras más gruesas.

El medidor de cacumen

Cuando una discusión se le enreda, Petkoff acude indefectiblemente a un instrumento personalísimo para medir el cacumen de sus oponentes: Su propia inteligencia. Considerando que la suya es paradigma, cual “longitud de onda en el vacío de la radiación naranja del átomo del criptón”, comienza a clasificar y, sobre todo, a calificar a sus oponentes. Así, resultarán más o menos inteligentes de acuerdo a como se acerquen o alejen de su inteligencia paradigmática que, en el fondo, no es más que asuman sus criterios y sus razonamientos. Aunque la psicología, la ciencia que se encarga del asunto, tenga en cuarentena este concepto y procure enmarcar su validez en términos relativos, Petkoff lo usa sobradamente y se lo encasqueta a cualquier opositor de sus ideas. Agreguemos que algunos psicólogos sostienen que no hay una sola inteligencia sino que también hablan de inteligencia social, inteligencia corporal, inteligencia emocional, etc. Más aún, llegan hasta decir que en realidad la importante es la inteligencia emocional porque es quien estructura todo lo demás y hace que todo funcione. ¿Qué tal? O, como en el caso de José Antonio Mariña, hace apenas unos días, que sostiene: «La gran inteligencia es la inteligencia práctica, no la inteligencia teórica».

Pero, ahí no termina el asunto. Hay quienes prefieren evaluar la inteligencia por los resultados o por el desempeño. Así, si una persona decide hacerse mecánico y sus estudios y dedicación lo convierten al cabo de un tiempo en un técnico capaz de resolver cualquier problema mecánico que se ponga por delante y poner a funcionar la máquina que se había desechado por inservible; entonces, concluimos, con acierto, que esa persona es inteligente. Y de esta manera, en relación a cualquier actividad humana desarrollada con propiedad.

Si tal criterio lo usáramos con Petkoff y con alguno de los descalificados de su misma dedicación (la política); verbigracia, el presidente Maduro; nos conseguiríamos que la inteligencia de Petkoff saldría con las tablas en la cabeza. Porque la máxima jerarquía política a la que llegó, después de recibir una formación universitaria, de unas cuantas décadas de esfuerzos infructuosos, de derrotas como candidato a alcalde y a presidente de la república y no pocas claudicaciones ideológicas, fue la de Ministro de Cordiplan. Mientras que Nicolás Maduro, en mucho menos tiempo, conservando firmemente sus convicciones revolucionarias y sin cambios principistas ni camuflajes, ascendió de dirigente estudiantil liceista, sindicalista del Metro, constituyentista, diputado, Presidente de la Asamblea Nacional, Canciller de la República por siete años, hasta Presidente de la República electo en comicios participativos, trasparentes y democráticos. Cualquiera, de adoptar en serio esta perspectiva, concluiría que este medidor de cacumen es más confiable, menos subjetivo y, medido Petkoff con estos parámetros, necesario es concluir que este personaje tiene poco cacumen.

El argumento chueco y chusco

Si un día al llegar a mi casa me doy cuenta que amigos de lo ajeno han violado el sagrado recinto del hogar y cargado con mi televisor y otras cosas de valor no voy a contarles a mis vecinos todo el cuento del asunto. Me limito a decirle “me robaron la casa” sin que con ello quiera decir que los delincuentes la han sacado de sus bases y cargaron con ella. Resume gráficamente el desamparo y la impotencia ante un hecho consumado. De igual manera, cuando digo “robaron las prestaciones sociales de los trabajadores” expreso el mismo desamparo e impotencia. No que se llevaron absolutamente hasta el último centavo de las prestaciones.