Por: Rafael Hernández Bolívar
La rabia
Me cuento entre quienes, de entrada, no se sintieron
satisfechos con el anuncio del Presidente Maduro de crear un Vice-Ministerio
para la Suprema Felicidad que atendiera las diferentes misiones desarrolladas
por el gobierno nacional. Básicamente porque creo que todo el andamiaje del
Estado debe estar dedicado a crear las bases materiales, culturales y
espirituales de la felicidad y que crear una estructura con este nombre para
atender asuntos delimitados –aunque importantes- era como restringir su
significado. Sin embargo, ya no pienso igual.
Quien, al igual que yo, abrigase alguna duda sobre la
conveniencia o no de un Vice-Ministerio para la Suprema Felicidad, hoy debe
estar firmemente convencido de la necesidad urgente, perentoria e impostergable
que tenemos los venezolanos de una acción de gobierno dirigida específicamente
a traer, sino la felicidad, por lo menos el sosiego a numerosas almas
atormentadas e infelices. ¿Qué milagro ha venido en nuestro socorro a disipar
la incertidumbre? Pues, precisamente un artículo firmado por Milagros Socorro,
dirigido a combatir la iniciativa del gobierno, publicado el domingo pasado en
EL Nacional e intitulado “El verdadero error supremo”.
Y es que la profunda amargura de hiel y bilis que exuda este
artículo, las descalificaciones e insultos que reparte generosamente, el dejo
de superioridad y clarividencia que exhibe y el resentimiento denso, viscoso y
enervante puesto al descubierto, nos han convencido del terrible sufrimiento
que padecen algunas personas que, como la periodista de marras, no soportan ni
la felicidad ni la risa. No porque no les importen sino porque están
incapacitados emocionalmente para disfrutarlas.
A la mención de la felicidad como objeto especial de acción
de gobierno, la oposición
venezolana ha respondido con un atolondramiento escandalizado. “¿Qué cursilería
es esa?... ¡Hasta en Europa se ríen de nosotros!”, se apresuran a decir y, de
seguidas, repiten las sandeces que reaccionarios de aquellas latitudes emiten
con la aviesa intención de ridiculizar al gobierno bolivariano. “La felicidad
es un concepto abstracto y en tanto tal no puede ser objeto de acción de
gobierno alguna”; “difiere de una persona a otra y no hay manera de uniformarla”, “es tan personal y varía
con los años que es un asunto que debe resolver cada quien a su manera y en su
momento“, “la felicidad no existe, sólo hay momentos felices”, etc., reproducen
para combatir la iniciativa gubernamental. Cerremos esta parte con esta frase
que ilustra el descalabro: “más que ser feliz, la gente lo que necesita es
comida y seguridad” como que si comer, educarse, estar seguro, tener vivienda,
buena salud, etc., no tuviese nada que ver con crear condiciones materiales
para ser feliz.
Alineada en esa posición, Milagros Socorro, cuyo proverbial
antichavismo -recalcitrante y furioso- le hace perder la mínima compostura racional que uno esperaría de una
profesional del periodismo. Manifiesta que la iniciativa del Presidente Maduro
le ha permitido a ella sentirse superior y ver desde la cima de sus altísimos
pensamientos a los ignorantes e incapaces gobernantes que han decidido
semejante “dislate”. Y a continuación sus palabras vomitan una rabia miserable.
A tal punto que he tomado nota de esas palabras para tenerlas a mano, por si
alguna vez necesito insultar a alguien: Sorna, indignación, mamotreto
burocrático, retórica estúpida, anciano mundo que mueve a risa, cocina de
grandes guisos, sumidero, mampara, régimen de la mentira y la opacidad, todo el
mundo se siente hoy menos idiota y menos cursi que Maduro, promesa absurda,
mirar por encima del hombro, desastre, desigualdad, dislate, “costurero de Kim
Il-sun”, concepción disparatada, etc. y, en apoteosis final, en un párrafo
breve y solitario para incrementar el dramatismo, nos confiesa una incapacidad
básica: No puede reír. “Si me quedara algún ánimo libre de angustia, me reiría
de todo eso”, nos dice.
Ante tal confesión, paciente lector, ¿qué venezolano
solidario, dotado de un corazón mínimamente sensible, no da su apoyo inmediato
e irrestricto para que el gobierno cree, no digamos ya un vice-ministerio de la
felicidad, sino hasta una Misión completa que se ocupe de personas como Socorro
para ayudarlas a recuperar la capacidad de reír y salgan de tanta amargura y
tanto tormento? ¿Quién no daría su voto para que, junto a la creación de las
bases materiales de la felicidad, se estimule un abrazo cálido, una suave y
oportuna caricia o una palabra de aliento y solidaridad que estimule sonrisas y
puedan reconciliarles con la alegría de vivir? Conmigo cuenten para eso. Me
esforzaría en aportar todo cuanto pueda mi limitado talento.
Sin embargo, hay dos cosas adicionales que también llaman la
atención en el artículo de Socorro: El dejo de superioridad de quien va a la
universidad y por esa circunstancia se cree libre de caer en distracciones
banales y estúpidas y, la segunda, la defensa del capitalismo con argumentos
que bien podríamos asociar al “síndrome” de la felicidad paradójica que con
tanta profundidad ha estudiado Gilles Lipovetsky.
La prepotencia
Pero he aquí que estas poses de superioridad recuerdan al
literato que se escandaliza porque un físico desconoce quién es el autor del
Don Quijote; pero, sin rubor alguno, el ducho en literatura admite al mismo
tiempo –y hasta con un punto de orgullo- que no tiene ni idea sobre qué es lo
que significa esa fórmula extraña de v= e/t. Y, para colmo, recurre a la culta
Europa en busca de apoyo a su desatino.
Sobrada razón le asistía a Stéphane Hessel en el 2010 para
indignarse ante los dirigentes europeos que burlan valores creados a fuerza de
grandes sacrificios. Le bastaba un ejemplo: El mar de sangre derramada en las
últimas guerras y el usufructo descarado y obsceno del botín que rapiñaron a
los pueblos los grandes capitales. Hoy, en Europa, los supuestos representantes
del pueblo no son más que empleados de los grandes capitalistas y dirigen sus
gobiernos para favorecer los intereses crematísticos y estratégicos de esa
clase.
La conquista de la felicidad como objetivo político ha
tenido una arraigada tradición en la filosofía y política europeas. El
utilitarismo, con Jeremiah Bentham a la cabeza, se planteó como principio
fundamental de esta corriente de pensamiento “la máxima felicidad posible para
el mayor número posible de personas”. De donde, a su vez, se inspira nuestro
Simón Bolívar para pensar que ”el sistema de gobierno más perfecto es aquél que
produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor
suma de estabilidad política”.
Las grandes luchas del proletariado inglés en el siglo XIX,
con mayor intensidad entre 1838 y 1848, estuvieron inspiradas por la consigna
del movimiento cartista: “La lucha política es el medio; la felicidad de todos,
nuestro objetivo”. Consigna no surgida por capricho de nadie sino porque
sintetizaba la rebelión de la clase obrera ante la explotación, las miserias y
las condiciones infrahumanas generadas por el desarrollo de la Revolución
Industrial en Inglaterra. Desgracias que sólo fueron un pequeño adelanto de lo
que nos trajo después el capitalismo en todo el mundo.
Más recientemente, en el siglo XX, Bertrand Russell sostenía
que la felicidad consiste en asumir intereses cada vez menos egoístas y más
sociales, que abarquen el bienestar de tanta gente como sea posible. Tres
pasiones simples: La necesidad de amor, la sed de conocimiento y una profunda
solidaridad con los que sufren.
Pero para Milagros Socorro, para la reacción, Bentham,
Bolívar, los obreros cartistas, Russell, Hessel y Maduro son ridículos. Ella
sólo quiere convertir el lema de la Revolución Francesa “Libertad, Igualdad y
Fraternidad” en “Libertad de mercado, Ventaja competitiva y Guerra despiadada
contra los competidores”.
La felicidad paradójica
Y esto es precisamente lo que trae a esta discusión la tesis
de la felicidad paradójica de Lipovetsky. Porque Socorro le atribuye al afán de
este gobierno por la construcción del socialismo la causa de su infelicidad.
Nos dice: No se puede ser feliz sin libertad de mercado, sin la posibilidad de
consumir lo que nos de la real gana, sin estimular a emprendedores para que
produzcan deslumbrantes baratijas que, si bien no satisfacen ninguna necesidad
vital, masajean nuestro ego y nos hacen vivir la ilusión de un mundo feliz y
privilegiado.
Pero, como se desprendería de la aplicación de los conceptos
de nuestro filósofo, esa infelicidad la genera no este gobierno sino el
capitalismo. El hiperconsumismo que nos ha convencido que la infelicidad se
sacia con el consumo y por eso las empresas crean nuevas necesidades cada día
para que el esfuerzo por satisfacerlas nos haga “felices”. El capitalismo que
prescinde de la necesidad de trabajar sobre sí mismo, de trabajar la propia
persona y su relación con los otros para ser feliz porque un buen artificio, un
buen regalo, o la última novedad electrónica compensa la sensación de vacío.
Más aún, si todo falla, nos ofrece pastillas para la felicidad. “Pero estos
placeres privados descubren una felicidad herida: jamás el individuo
contemporáneo ha alcanzado tal grado de desamparo”.
Capitalismo que exhibe en su vidriera todo lo que
supuestamente nos haría felices; pero, al mismo tiempo, se las ingenia para que
una clase social se apropie de todo y la gran masa de desposeídos contemple el
festín y aplaque su sed de justicia con la promesa ilusoria de que algún día
podrá estar del otro lado de la vidriera.