Por: Rafael Hernández Bolívar
Durante diez años viví y trabajé cerca de estaciones del Metro de
Caracas. Esta circunstancia me permitió disfrutar dos lustros de un servicio de
transporte cómodo, puntual, rápido, seguro e higiénico. Para aumentar mi
sensación de bienestar, mi ruta cotidiana era contraria a la dirección que
seguía la mayoría de la gente: En la mañana iba en dirección oeste, mientras
casi todo el mundo iba al centro y el este. Por la tarde, era al revés. Esto
significa que siempre encontraba un puesto donde sentarme y leer plácidamente.
Es más, muchas veces hasta me di el lujazo de ir a almorzar con mi familia.
Pero he aquí que para mi desgracia -no sólo por el transporte; pero, esa
es otra historia-, tuve que mudarme a una urbanización del este y, aquella
experiencia humana, grata y enriquecedora que me brindaban los viajes en el
Metro, se hizo añicos.
Hoy estoy enterrado en el asiento de un automóvil (vacíos los otros
cuatro asientos), aferrado a un volante, viendo transcurrir el tiempo
miserablemente en colas interminables, angustiado por los retrasos y sintiendo
a mi alrededor la desolación, la impotencia y la sensación de inutilidad que
expresan los rostros adustos de cientos de choferes, igualmente solitarios en
sus cascarones de hierro.
¿Dónde está la racionalidad del uso del automóvil en las grandes
ciudades? ¿Y el combustible, el calor, el ruido y la contaminación que envenena
nuestros pulmones? Si cada uno de estos carros estuviese con sus cinco puestos
ocupados, el volumen de vehículos se reduciría en más del 50% y el tráfico
sería una maravilla. ¿Si en su lugar son más bien autobuses? ¿O el Metro? Ya
eso sería el paraíso.
Es verdad que no se hicieron las inversiones a tiempo y hoy resulta un
escándalo el costo de una nueva avenida o autopista. También lo es que este
gobierno busca aliviaderos a través de grandes inversiones en vialidad y
transporte colectivo.
Pero, mientras tanto, ¿cómo nos libramos de esta maldición de tráfico?