Por: Rafael Hernández Bolívar
A la mención de la felicidad como objeto especial de acción de gobierno,
la oposición venezolana ha respondido
con un atolondramiento escandalizado. “¿Qué cursilería es esa?... ¡Hasta en
Europa se ríen de nosotros!”, se apresuran a decir y, de seguidas, repiten las
sandeces que reaccionarios de aquellas latitudes emiten con la aviesa intención
de ridiculizar al gobierno bolivariano.
Sobrada razón le asistía a Stéphane Hessel en el 2010 para indignarse
ante los dirigentes europeos que burlan valores creados a fuerza de grandes
sacrificios. Le bastaba un ejemplo: El mar de sangre derramada en las últimas
guerras y el usufructo descarado y obsceno del botín que rapiñaron los grandes
capitales. Los representantes del pueblo hoy no son más que empleados de los
grandes capitalistas y dirigen sus gobiernos para favorecer los intereses
crematísticos y estratégicos de esa clase.
La conquista de la felicidad como objetivo político ha tenido una
arraigada tradición en la filosofía y la política europeas. Jeremiah Bentham planteó
como principio fundamental “la máxima felicidad posible para el mayor número
posible de personas”. De donde, a su vez, se inspira nuestro Simón Bolívar para
pensar que ”el sistema de gobierno más perfecto es aquél que produce
mayor suma de felicidad...”. El proletariado inglés en el siglo XIX afianzó sus
luchas en la consigna del movimiento cartista: “La lucha política es el medio;
la felicidad de todos, nuestro objetivo”. Más recientemente, Bertrand Russell
sostenía que la felicidad consiste en asumir intereses cada vez menos egoístas
y más sociales, que abarquen el bienestar de tanta gente como sea posible.
Pero para la
reacción, Bentham, Bolívar, los obreros cartistas, Russell, Hessel y Maduro son
unos ridículos. Ella sólo quiere convertir el lema de la Revolución Francesa
“Libertad, Igualdad y Fraternidad” en “Libertad de mercado, Ventaja competitiva
y Guerra despiadada contra los competidores”.