Por: Rafael
Hernández Bolívar
Ella dice que el 14
de abril a Capriles le robaron las elecciones. Y no oculta su decepción de que
ese señor no muestra firmeza en sostener lo mismo, que, al contrario, después
de los desplantes sangrientos del 15 de abril, se echó para atrás y tuvo miedo.
Sostiene que no hay nada que le tema más el gobierno que a las conversaciones
de ella con el Departamento de Estado gringo. Afirma que ella es militante de
salidas no dialogantes, no electorales. Habla con absoluto desparpajo del
desconocimiento al presidente, al gobierno, de golpes de Estado, de las
protestas violentas tomando la calle y haciendo la vida cuadritos a los
transeúntes y a la ciudad.
No presenta prueba
alguna de cómo fue burlada la voluntad de los electores. Ante una exhaustiva
auditoría solicitada por la oposición, la conducta es no participar de ella.
Porque en realidad apostaban a que el CNE se negara a realizarla; pues, así
sería la única manera de tener un “argumento”: La niegan porque hay gato
encerrado. Pero cuando se realiza la revisión de todo el proceso electoral, la
comparación entre actas y resultados, entre votos depositados y actas,
verificación de los votantes, cotejo de huellas, etc., se retiran para no
convalidar con su presencia la demostración de que no hay fraude alguno y que Capriles
perdió las elecciones.
¿Hay razón para
todo esto? Ninguna. Uno busca y sólo encuentra sin razones: El empeño de
gobernar, -ya no digamos sin contar con las mayorías-, en contra de las
mayorías. El afán de conseguir ese objetivo a cualquier costo: Del país, de su
gente, de su futuro; así sea recurriendo a la ayuda del poder imperialista.
Y todo ello con el
rostro contraído por la rabia, los labios fruncidos, los ojos fieros. A tal
punto nos hemos acostumbrado a ese rostro descompuesto que estamos convencidos
que la última vez en que lució distendido y sonriente fue cuando se tomó la
foto con Bush.