Por: Rafael Hernández Bolívar
El lunes de la semana pasada, en el editorial
de TalCual de ese día, Teodoro Petkoff se defiende de quienes le acusan de
haber desempeñado un tristísimo papel en la liquidación de las prestaciones
sociales de los trabajadores en 1997. Ha salido al ruedo con aires retadores.
“Escribiré en primera persona porque me atañe”, ha dicho. Y de seguidas expone,
básicamente, tres cosas: 1) La acusación de que ha robado las prestaciones de
los trabajadores es una infamia, 2) el método utilizado por él ha sido tan
bueno que lo conservan los chavistas y 3) quien tenga una opinión distinta a la
que él sostiene, es un imbécil y lo es porque le falta cacumen.
Para orquestar su defensa recurre a dos maniobras
tácticas de distracción y a un argumento chueco: Por una parte, desviar la
atención y descalificar a los acusadores y, por otra, validar su lamentable actuación
argumentando de que si hubiese sido malo su “método” aquí habría habido un
caracazo elevado al cubo.
Un Robin Hood al revés
¿Robar para sí? ¡No!
¡Robar para otros!
Dice Petkoff que a
él que lo registren; pues, no ha robado nada. Y sobre tal punto hace un largo
relato. El problema es que a él no se le acusa de haber tomado las prestaciones
sociales de los trabajadores, metérselas en el bolsillo y llevárselas para su
casa. De ser así, el caso tendría una fácil solución: Se le procesa
judicialmente y se recupera el dinero. Pero ocurre que se le acusa de algo
mucho más grave: Se le acusa de haber realizado, en su condición de ministro,
una especie de robo por encargo; esto es, se le acusa de, favoreciendo a los
empresarios, haber liquidado a precio de gallina flaca las prestaciones de los trabajadores.
Vale decir, las prestaciones no se
calcularon con el “método Petkoff” sino como estaba previsto en la Ley Orgánica
del Trabajo de la época y que se conservó en la Ley del 2012. Esto es, se
calculan tantos días de salario por año trabajado. Entonces, ¿qué cambió? La
liquidación: En lugar del régimen retroactivo, a partir de ese momento las
prestaciones en lugar de acumularse se liquidan el mismo año. ¿Esto beneficia o
perjudica a los trabajadores? Hay criterios diversos: Unos sostienen que en el
régimen retroactivo el trabajador tenía una reserva que le permitía al momento
de su retiro disponer de una masa de dinero para inversión o simple garantía de
una reserva para sus años de jubilación. Otros dicen que el trabajador puede
disponer de sus prestaciones al momento y hacer de esta manera inversiones
rentables ahora y no en el momento de su retiro que ya no le serían útiles o
que estarían fuera de su alcance. Más aún, los de más allá, sostienen que con
el nuevo régimen no hay manera de protegerse contra la inflación ni hay sistema
bancario que garantice el ahorro. Etcétera.
Pero, en realidad, esa es otra discusión.
Lo clave de la acusación a Petkoff es que al momento de cambiar de régimen de
liquidación se recurre a una comisión tripartita para negociar la liquidación
que correspondía a los trabajadores en 1997. Y es precisamente allí donde se
produce el desfalco a los trabajadores; pues, cuando debían cobrar lo que les
correspondía y los empresarios pagar sin chistar y sin regateos lo que debían,
se recurre, gracias a esta tripartita y a la intermediación de Petkoff, a la negociación. Esto es, lo
que paladinamente confiesa Petkoff: a “un juego de ganar-ganar”. ¿Puede haber
una confesión más descarada de esta conducta culpable? ¿Por qué los empresarios
tenían que ganar algo con la liquidación de las prestaciones de los
trabajadores? Lo que tenían que hacer era simplemente pagar. Si alguna cosa
podían aspirar era a la satisfacción moral de haber pagado sus deudas y a
dormir sin el remordimiento de deberle a quienes le habían dado su trabajo para
enriquecerse y tanto necesitan para vivir. Pero no al regateo en los tiempos,
(“ahora no puedo pagarte. Te pagaré después”) o en los montos (“Cómo ahora no
tengo el dinero que te debo, hagamos una cosa: Te doy el 60% del total de una
sola vez, hacemos borrón y cuenta nueva y, conservando tu puesto de trabajo,
comenzamos con el régimen de liquidación anual de ahora en adelante”).
Y Petkoff, como funcionario público, no
podía estar en el ánimo de oyente comprensivo y menos asumiendo como propias
las justificaciones de los empresario, su perspectiva y sus intereses: No
podemos descapitalizar a las empresas con el pago de prestaciones, no hay
dinero para pagarlas y habría que vender propiedades, etc. Olvidando que las
prestaciones de los trabajadores estaban en los automóviles, las casas extras,
las nuevas inversiones de los empresarios y que si se trataba de asumir el
nuevo régimen lo que tenían que hacer era pagar y nada más.
Quizás, no se ha acertado en definir con
precisión la conducta de Petkoff y el término más pertinente sea el de
prevaricación. Pero, ¿no es mucho pedir poner reparos lingüísticos a quienes
con toda justificación lo que están es molestos por el desfalco y la
impotencia? Creo yo que más bien han estado excesivamente decentes; pues, con
sobrado derecho, pudieron haber usado palabras más gruesas.
El
medidor de cacumen
Cuando una discusión se le enreda, Petkoff
acude indefectiblemente a un instrumento personalísimo para medir el cacumen de
sus oponentes: Su propia inteligencia. Considerando que la suya es paradigma,
cual “longitud de onda en el vacío de la radiación
naranja del átomo del criptón”, comienza a
clasificar y, sobre todo, a calificar a sus oponentes. Así, resultarán más o
menos inteligentes de acuerdo a como se acerquen o alejen de su inteligencia
paradigmática que, en el fondo, no es más que asuman sus criterios y sus
razonamientos. Aunque la psicología, la ciencia
que se encarga del asunto, tenga en cuarentena este concepto y procure enmarcar
su validez en términos relativos, Petkoff lo usa sobradamente y se lo
encasqueta a cualquier opositor de sus ideas. Agreguemos que algunos psicólogos sostienen
que no hay una sola inteligencia sino que también hablan de inteligencia social,
inteligencia corporal, inteligencia emocional, etc. Más aún, llegan hasta decir
que en realidad la importante es la inteligencia emocional porque es quien
estructura todo lo demás y hace que todo funcione. ¿Qué tal? O, como en el caso
de José Antonio Mariña, hace apenas unos días, que sostiene: La gran inteligencia es la
inteligencia práctica, no la inteligencia teórica
Pero, ahí no termina el asunto. Hay quienes
prefieren evaluar la inteligencia por los resultados o por el desempeño. Así,
si una persona decide hacerse mecánico y sus estudios y dedicación lo
convierten al cabo de un tiempo en un técnico capaz de resolver cualquier
problema mecánico que se ponga por delante y poner a funcionar la máquina que
se había desechado por inservible; entonces, concluimos, con acierto, que esa
persona es inteligente. Y de esta manera, en relación a cualquier actividad
humana desarrollada con propiedad.
Si tal criterio lo usáramos con Petkoff y con
alguno de los descalificados de su misma dedicación (la política); verbigracia,
el presidente Maduro; nos conseguiríamos que la inteligencia de Petkoff saldría
con las tablas en la cabeza. Porque la máxima jerarquía política a la que
llegó, después de recibir una formación universitaria, de unas cuantas décadas de
esfuerzos infructuosos, de derrotas como candidato a alcalde y a presidente de
la república y no pocas claudicaciones ideológicas, fue la de Ministro de Cordiplan.
Mientras que Nicolás Maduro, en mucho menos tiempo, conservando firmemente sus
convicciones revolucionarias y sin cambios principistas ni camuflajes, ascendió
de dirigente estudiantil liceista, sindicalista del Metro, constituyentista, diputado,
Presidente de la Asamblea Nacional, Canciller de la República por siete años,
hasta Presidente de la República electo en comicios participativos,
trasparentes y democráticos. Cualquiera, de adoptar en serio esta perspectiva,
concluiría que este medidor de cacumen es más confiable, menos subjetivo y, medido
Petkoff con estos parámetros, necesario es concluir que este personaje tiene
poco cacumen.
El
argumento chueco y chusco
Si un día al llegar a mi casa me doy cuenta
que amigos de lo ajeno han violado el sagrado recinto del hogar y cargado con mi
televisor y otras cosas de valor no voy a contarles a mis vecinos todo el cuento
del asunto. Me limito a decirle “me robaron la casa” sin que con ello quiera
decir que los delincuentes la han sacado de sus bases y cargaron con ella.
Resume gráficamente el desamparo y la impotencia ante un hecho consumado. De
igual manera, cuando digo “robaron las prestaciones sociales de los
trabajadores” expreso el mismo desamparo e impotencia. No que se llevaron
absolutamente hasta el último centavo de las prestaciones.