Por: Rafael Hernández Bolívar
En Sevilla, España, acaban de morir por
intoxicación alimentaria tres miembros de una familia y un cuarto miembro
permanece hospitalizado por la misma razón. Murieron el padre, la madre y una
hija de catorce años. Quien sobrevive es otra hija de trece años.
Esta calamidad, en cualquier circunstancia es un
hecho doloroso y lamentable. Pero, en este caso, la desolación es mucho mayor
cuando se constata que esta familia se alimentaba regularmente de comida
caducada; es decir, de desechos. La ausencia total de recursos no dejaba otra
opción que rastrear en los basureros los productos que desechaban los
supermercados --porque se habían vencido en los anaqueles y no habían sido
comprados por nadie--, o en las sobras que los restaurantes regalan a los
indigentes. La familia sobrevivía recogiendo cartones.
Hace apenas dos meses, en el Hospital Virgen del
Rocío, Andalucía, había muerto por desnutrición un joven polaco de 23 años, con
apenas 30 kilos de peso. Había pasado sus horas de agonía en un sillón de la
sala de emergencias, esperando ser atendido. La reseña de su muerte fue
titulada por la prensa como “la primera muerte por hambre en España”. Cáritas
Española afirma que tres millones de personas viven con menos de 307 euros
mensuales y que esta cifra es el doble de lo que era cuando estalló la crisis
en 2008. Una campaña contra el hambre identificada como Ayuda en Acción
enfatiza que en España viven dos millones de niños bajo el umbral de pobreza.
Pero más allá de las estadísticas, el dolor y el desamparo se hacen
inmensos entre los más pobres. En una sociedad estructurada para reproducir el
capital y salvaguardar los intereses de los poderosos, los débiles son
excluidos y apartados como efectos colaterales de sus estrategias y planes. En
fin, desechos de la sociedad de la opulencia y del consumo. Hambre y exclusión
de seres humanos concretos que deambulan sin rumbo y sin esperanzas por las
calles de las grandes ciudades del capitalismo en crisis.