Modestia aparte, en eso de persuadir a amigos y gente cercana sobre las bondades del socialismo y de la experiencia bolivariana, me he anotado algunos éxitos. Pero, también debo admitir que tengo sobre mis espaldas uno que otro fracaso, a pesar de haber esgrimido mis más agudos argumentos. No porque las razones expuestas fuesen derrotadas, sino porque se estrellaban contra orejas sordas o porque aun siendo escuchadas, eran sencillamente ignoradas, en no pocos casos, con muecas de desprecio o de asco.
Tengo un caso emblemático –mejor dicho, tenía– de esa situación. Josefita –haciendo abstracción de su hasta ayer furiosa lengua antichavista– es una persona afectuosa, solidaria, racional en todas las otras cosas. Con frecuencia, soportaba yo resignado media hora de discusión y reclamos que me correspondían en cada encuentro. Me recibía con un rosario de reclamos, pues, está convencida de que yo soy algo así como la oficina de reclamos del Gobierno si no es que cree que soy el Gobierno en persona, pese a no ser funcionario público ni nada que se le parezca.
Pero el día de ayer ocurrió un verdadero milagro que, en principio, yo asocié con los días santos. Después del abrazo y beso acostumbrados del saludo, me quedé esperando el ataque de rigor. Pero nada. Josefita hablaba de lo sola que estaba Caracas y lo agradable que era caminar por el centro de la ciudad. Decía que no entendía cómo sus hijos podían irse a la playa y disfrutar con ese gentío, todos apretujados y compartiendo los orines. Claro que la felicidad no venía completa, porque ya no podía caminar mucho. “Con decirte que las piernas no me dan ni para visitar los siete templos. Ni haciendo trampas de buscar los que están más cerca”, agregaba.
Cuando me despedía, entre extrañado y feliz, dando por descontado que, por ahora, iba a salir indemne del consabido ataque rutinario, Josefita dijo como al descuido:
—En estos días vi tu canal...
En otras circunstancias esta frase era perfecta para abrir los fuegos. Lo que habría de esperar era una auténtica andanada de críticas y ataques, donde no faltaría una que otra pedrada de grueso calibre. Pero su rostro no auguraba eso. Josefita lucía sin ninguna tensión, descansada.
—Estaban entrevistando a Roberto Moll –agregó ya francamente risueña. Noté que la voz no tenía ninguna inflexión agresiva, sino que más bien tenía como un cierto descanso, una especie de añoranza o algún otro sentimiento relajado, distendido o algo así.
—Yo no sabía que era chavista y, además, cristiano. Un buen cristiano.
Yo estaba confundido. No lograba vislumbrar por dónde vendrían los tiros. Pensé que le iba a dar por decir que los chavistas son la negación de Cristo e iba a llamar a Moll fariseo o tartufo. Sin embargo, me confundía la cara de comprensión y benevolencia de Josefita. Así que opté por callar y esperar el desarrollo de la conversación.
—¡Ese sí es un artista de verdad! Cuando hizo de Salvador Allende, yo veía al presidente y no a él. A mí me parecía que era como que si Allende se hubiese metido en su cuerpo y hablaba a través de él, como dice la gente que hacen los espiritistas... ¡Y cuánto quería a Chávez que hasta lo llama Comandante Eterno y le pide a Dios para que lo tenga en su gloria!
Yo estaba bloqueado. No quería decir nada que la sacara de la especie de trance en el que se encontraba. Dijo que Roberto Moll había hablado de las cosas que había hecho Chávez por lo pobres y ella misma me las repitió y dijo que eran “buenas de verdad”. Para mi sorpresa, eran las mismas que yo le había dicho en sucesivos y vanos esfuerzos; pero, nuestra amistad y mi afecto no habían logrado conmover ni habían sensibilizado una acritud tan firme como la de Josefita. Yo, totalmente inseguro de mis capacidades comunicativas, no me atrevía a decir nada y entendí que cualquier intento proselitista de mi parte hubiese roto ese mágico momento.
Me despedí con un abrazo cálido, entrañable. Josefita hasta me piropeó:
—Ahora puedo decir que conozco por lo menos dos chavistas buenos: Roberto Moll y tú.
—Somos mucho más que dos –le dije, a lo Benedetti.
—Es verdad, somos un montón-, concluyó mientras reía. No sé si el “somos” que utilizó quería decir “somos un montón de chavistas”, “somos un montón de buenos” o “somos un montón de chavistas buenos”. Pero mi situación emocional no me permitía solicitar aclaratorias. Sabía que había establecido un anclaje sólido de comunicación.
Desde ayer estoy pensando en este, a mi juicio, verdadero milagro. (Milagro: Suceso o cosa rara, extraordinaria o maravillosa. DRAE). La exposición racional y sustentada de argumentos fracasó sencillamente porque no había la disposición de escuchar, asimilar y confrontar las razones. Los ojos y los oídos estaban cerrados. Pero la voz y la presencia significativa de una figura relevante para Josefita, en brevísimos instantes, logró tocar fibras o resortes emocionales dormidos. El artista inerva las fibras del tránsito de la emoción a la razón. En Josefita es el corazón quien decide, no el cerebro. Éste podrá escoger cuál es la mejor manera de hacer las cosas; pero, es el corazón quien decide lo que hay que hacer.
Y todo esto se me antoja similar a lo sucedido con Chávez y el pueblo: Logró comunicar lo que venía diciendo la izquierda durante tanto tiempo con pobrísimos resultados. Y es que la izquierda hablaba a la razón; pero, ésta no escuchaba. Chávez habló al corazón y de allí ascendió hacia firmes posturas políticas. Racionales, sustentadas, estratégicas.
Gracias sinceras y sentidas a Roberto Moll y a todos los artistas que están contribuyendo a expandir los corazones y la razón de tanto venezolano bueno apresado en los lastres ideológicos que la reacción ha construido para perpetuarse en sus privilegios. Su trabajo es una obra de liberación.