Por: Rafael Hernández Bolívar
Quien delinque lo hace sobre la base de una
jerarquía de supuestos que le dan la seguridad necesaria para cometer el
delito. Primero, parte del supuesto de que no va a ser descubierto. No
cometería el delito si tuviese la seguridad de que va a ser descubierto.
Segundo, admitiendo como posibilidad el que efectivamente sea descubierto,
piensa que no será atrapado. Tercero, que siendo atrapado puede aun ser
absuelto mediante una ingeniosa coartada o, mediante los servicios de un hábil
abogado. Finalmente, si es condenado, lo admite como lo que algunos han llamado
un “riesgo profesional”. Riesgo, por cierto, que corre desde el mismo momento
en que intenta su fechoría; pues, la víctima o la presencia oportuna de alguna
autoridad policial puede revertirle la situación y conseguir la muerte.
Si esto es así para los delincuentes “normales”, la
situación es peor para aquellos casos de delincuentes psicópatas quienes
realizan sus crímenes de manera compulsiva, sin tomar en cuenta para nada las
consecuencias de sus actos. Es más, algunos de ellos, después de cometer un
crimen horroroso, no tienen ninguna dificultad en aplicarse a sí mismos la susodicha
pena de muerte.
Quienes sustentan la tesis de que la pena de muerte
disminuirá los índices de criminalidad, minimizan la situación concreta del
delito y del delincuente.
No hay soluciones mágicas para la delincuencia. Solo el trabajo
coordinado y sostenido de los factores preventivos y represivos, aunados a la
superación de los grandes problemas económicos y sociales del país, pueden
rendir frutos significativos y perdurables. Proposiciones insensatas y
primitivas no resuelven nada. Mejor es pensar en cómo purificar las policías,
en cómo parar la corrupción dentro de un sistema judicial que hace posible que
solo vayan a la cárcel los que carecen de poder político o económico y, sobre
todo, hay que pensar en cuáles son las medidas de prevención que pueden
implementarse hoy para evitar la delincuencia de mañana.