Por Rafael Hernández Bolívar
El mundo de las redes sociales en internet ofrece mil posibilidades para compartir información y para la discusión. Pero también es escenario para la manipulación, la mentira y el engaño.
Por el principio
Las redes sociales aparecieron en Internet como espacios digitales para compartir intereses, información, opiniones, etc. Las personas ingresaban a ese mundo a partir de sus relaciones de amistad, por razones de estudio o de trabajo, o por la necesidad gregaria de sentirse parte de un colectivo geográfico o social. Se fueron formando grupos de padres para compartir información sobre la educación de sus hijos, de viajeros que contaban sus experiencias en lugares o países, lectores que compartían textos y comentarios, ciudadanos interesados en la arquitectura, en los animales, en la historia o la política o, sencillamente, personas interesadas en conocer a otras, etc.
Todo esto fue impulsado por plataformas informáticas cada día con mayores prestaciones: Al texto se le agregó imagen, sonido y posibilidad de comunicación en tiempo real. Se fue decantando como lugar de encuentro global al potenciar la concurrencia de personas de todo el mundo. Un maestro de Achaguas podía formar parte del grupo de whatsApp de docentes jubilados de Argentina o de México. O un fanático de Los Beatles en Catia compartía canciones con un zuliano que anda en la misma onda en Casigua El Cubo.
Pero muy tempranamente hicieron su aparición los intereses perversos y con ellos, –para decirlo en términos coloquiales, pero precisos– la mala intención. Los valores de libre asociación, la libre expresión de las ideas, la honestidad y el apego a la verdad fueron distorsionados por empresas informáticas que espían los intereses y opiniones de los usuarios para luego diseñar campañas de venta o de propaganda ideológica que los convierta en clientes o seguidores. Campañas a la larga financiadas por empresas o gobiernos para imponer tendencias, para promover impresentables y convertirlos en presidentes de naciones o, al revés, para estigmatizar como tiránicos gobiernos democráticos de claro origen popular.
Pecados capitales
También las frustraciones personales hacen su agosto. La necesidad de reconocimiento, el dolor de la soledad, las inseguridades y envidias campean a placer distorsionando identidades, búsquedas y valores.
Cuando se trata de individualidades, éstas trabajan en función de la proyección de su yo ideal. Proyectarán una imagen irreal, pero que mejor cuadra a ese ideal personal. Si su interés es el aspecto físico, colocará sus mejores fotografías, retocando donde sea necesario y escogerá aquellas en donde luzca más joven, aunque no correspondan a su edad o aspecto actuales. Divulgará y comentará actividades diversas donde aparezca como protagonista o cuando menos rodeando de gente que lo sea. Presumirá de cosas o aparatos deseables, de viajes fantásticos, de fiestas inolvidables, de sus amistades, sus colecciones, en fin, de todo aquello que juzgue digno de envidia.
Pese a todo se puede suponer algo de verdad allí. Se entiende y se perdona a sí mismo la distorsión, a la que asimila como exageración. Pero, no pocas veces, simplemente se miente y la persona de que se trate participará de fiestas, paseos y viajes en los que no participó nunca.
Esto, en general, lo sabe el cirbernauta. No obstante, termina creyendo no sólo las mentiras de los otros sino también las propias. Investigadores de la Universidad de Houston han detectado sentimientos depresivos en usuarios de redes sociales, originados estos sentimientos en la comparación de la vida divertida y rica en experiencias que supone viven los otros en relación a su vida aburrida y falsa.
Instrumento de los otros
La red atrapa y convierte a sus usuarios en influencers y seguidores y, a ambos, en instrumentos del poder real. El primero, por su carisma personal o por obra y gracia de estrategias de marketing, influye sobre sus seguidores, impone tendencias y hace rentable su participación en la Red. Alcanza este status gracias a un volumen grande de seguidores. A partir de allí, rentabiliza su posición vendiendo publicidad y gozando de privilegios y regalos en tiendas, restaurantes y servicios.
Para alcanzar y mantener tal liderazgo, recurre –para decir lo menos– a las mismas reglas inmorales del capitalismo. Compra seguidores a empresas dedicadas a robar datos de usuarios de las redes sociales, o a crearlos a través de software que mezcla datos, fotografías, etc. Vende espacios a empresas o a emprendedores deseosos de llegar a la supuesta mina de miles de usuarios cautivos, hace mano del chantaje amenazando con comentarios negativos sobre servicios o productos, inventa, difama o miente para conservar el interés por su espacio, etc.
Esta misma semana un canal de la televisión española mostró como se creó un influencer de la nada, se contrató miles de seguidores a una empresa del gremio y a partir de allí, el influencer obtuvo ingresos y prebendas. También en estos días se hizo viral la publicación de una carta dirigida a un gerente de hotel y escrita por una influencer en donde pedía hospedaje y comida gratuitos para ella y su pareja, a cambio de un comentario favorable al hotel en su red social.
Los seguidores reales son colaboradores necesarios. Su número hace posible la negociación. Mientras más grande sea el número de seguidores mayores serán también los ingresos del influencer. Adicionalmente aporta dos conexiones con el mundo real: Son compradores de los productos y servicios vendidos y son divulgadores acríticos de los comentarios positivos o negativos generados por el influencer.
En fin, un mundo de mentiras que impone restaurantes, valida o hunde prestigios, marcas, productos y, también ideas, valores, opiniones. En relación al mundo de la política la situación es peor. El aparato propagandístico, la capacidad para crear y difundir noticias falsas, la aplicación de sutiles técnicas de desinformación, constituyen en su conjunto, una maquinaria terrible y su poder de persuasión e influencia se multiplica hasta el asombro.