Por Rafael Hernández Bolívar
No deja de ser decepcionante constatar la miopía con que algunas individualidades y pequeños grupos de izquierda evalúan los hechos clave de la realidad política venezolana de nuestros días. Decir miopía -también cabe la palabra estupidez- es una manera de darle un margen a la honestidad y a las buenas intenciones empedradoras de caminos al infierno. Sólo así evitamos llamarlos directamente aliados de los gringos y enemigos de la revolución.
Es asombroso que ante una oposición descaradamente golpista, entreguista y sanguinaria, la conducta de esta gente no sea enfilar todo su esfuerzo para aislarla, para detener los desmanes, para derrotar a los energúmenos, para fortalecer las instituciones democráticas y garantizar la paz y el libre ejercicio de los derechos de todos los ciudadanos.
Su respuesta es la adopción de silencios cómplices, hacer de su crítica al gobierno y de sus supuestas inconsecuencias, la razón de su existencia política. Si se derrumban las instituciones, si se pisotea la soberanía del país o si regresan al poder los recordados serviles del imperialismo y la burguesía no son preocupaciones que les quite el sueño. En todo caso, son calamidades menores en relación a -nuevamente supuesta- pulcra posición ideológica.
El problema de esta izquierda no es que se equivoque en sus apreciaciones, en sus jerarquizaciones y en sus tácticas, ya de suyo grave, aun cuando alimentaran por rebote la discusión y el desarrollo dialéctico de las posiciones revolucionarias. Lo terrible es que se equivoca de bando y sus políticas y proclamas objetivamente trabajan a favor del imperialismo, de la burguesía y del fascismo.
Por eso resulta patética la imagen de estos señores que, como balance cotidiano de su conducta, al llegar a sus casas, despliegan el ritual de mirarse al espejo, tomar por realidad la apariencia ilusoria y difuncional de su caprichoso reflejo de revolucionario “auténtico” que, no obstante, le hace el trabajo al enemigo.