Por Rafael Hernández Bolívar
El nerviosismo inicial, los movimientos rutinarios y cabalísticos que liberan tensión e imprimen valor y fe, la posición de salida, la indicación de partida, el primer avance que inaugura toda la energía y la fuerza de un cuerpo joven formado con devoción y disciplina que ahora se despliega exuberante a lo largo de la pista y culmina con tres enviones formidables que despegan del suelo y se hacen vuelo majestuoso hasta tocar esos extraordinarios 14,92 metros. No hay nada más verdadero que esa tensión concentrada de los músculos impulsando la carrera ni mayores certezas que su liberación en el despegue y su recuperación en el aterrizaje de arena y triunfo.
Después, el veredicto: Medalla de Plata en las Olimpiadas de Río 2016. La bandera venezolana que se transforma en alas, los hermosos brazos de atleta se hacen alerones de sustentación y el viento que flamea el tricolor y mueve los cabellos al paso de la marcha triunfal.
Ese paseo por un estadio de cuarenta y cinco mil personas no arrostra nuestra victoria a los otros. Mas bien nos hacía sentir que podemos conquistar todo lo bueno que da el trabajo perseverante y sacrificado de anónimos compatriotas. Todos quienes han apoyado, orientado, entrenado y han hecho ganadora a esta deportista de nuestra tierra. Los que nacieron aquí y los que vinieron de afuera con su ayuda generosa.
Un ritmo de un solo corazón venezolano celebra la apoteosis de la victoria. Un diástole que preparó con esfuerzo los sueños de gloria y un sístole que apostó toda la fuerza en esta competencia final. Quienes, con la respiración en suspenso, contemplamos a través de la televisión el desenlace, vivimos, como prolongados en los movimientos de Yulimar, una mágica resurrección y un telúrico reconocimiento.
De repente, estábamos todos, por encima de distancias y diferencias. No el tic tac de una bomba de tiempo que nos amenaza a todos sino el ritmo sereno de un corazón esperanzado en el trabajo, la tolerancia y la fe.