Por Rafael Hernández Bolívar
Alguien dijo alguna vez que "más peligroso que un mono con una hojilla es un gorila con una bomba atómica". Se refería a la pretensión de un dictador latinoamericano de fabricar una bomba nuclear en la década del setenta.
La capacidad destructiva entre uno y otro instrumento no admite comparación. La distancia entre ellos es el desarrollo tecnológico. Este multiplica en cantidades inimaginables el poder destructivo que hace la diferencia.
Hay ejemplos recientes que patentizan de manera dramática esta realidad. Andreas Lubitz, copiloto del Airbus A320 de Germanwings, sometido a tratamiento psiquiátrico, el año pasado, deliberadamente estrelló el avión contra una montaña, provocando ciento cincuenta muertes. El hombre que recién embistió un camión contra una multitud en Niza, Francia, causando ochenta y cuatro víctimas mortales y numerosos heridos graves, también estaba medicado con antipsicóticos. En este caso, agravado por el hecho de haber sido utilizado por fanáticos islamistas. Hace dos días, un hombre agredió con un hacha a los pasajeros de un tren en Alemania, causando heridos. En este último caso, la tecnología primitiva del arma minimizó los daños.
Hoy, ya no como chiste sino como una posibilidad real, esta comparación toma forma de angustia en la vida de millones de personas en el mundo. Podemos constatar que objetos cotidianos e inofensivos, merced al poder que da la tecnología, otorga a una persona presa de la locura una terrible capacidad de destrucción.
Pero la preocupación absoluta y aplastante ocurre cuando el uso de la capacidad tecnológica pasa por la decisión política colocada en manos de fanáticos imperialistas o desquiciados representantes del poder económico. Un sistema, depredador e inhumano de por sí, potencia la destrucción y la muerte en manos de un George Bush o de un Donald Trump. Este último no se anda por las ramas. No oculta ni sus pretensiones ni las formas.