Por Rafael Hernández Bolívar
He visto en la televisión española un programa destinado a explorar el futuro de la sociedad humana. Se trata de entrevistas a prestigiosos investigadores de disciplinas científicas, de las llamadas puras y también del campo de las ciencias sociales, quienes se aventuran a imaginar cómo será el mundo dentro de treinta años, fecha en la cual el periodista supone que no estará entre los vivos, lo que da el nombre al programa: "Cuando ya no esté". Está concebido como un ciclo de programas y dirigido por el periodista Iñaki Gabilondo.
En el segundo programa del ciclo fue entrevistado un venezolano cuyo nombre no recuerdo (de apellido Cordeiro) y, a decir verdad, después de escucharle, tengo poco interés en averiguar su nombre. Presentado como profesor fundador de la Singularity University (financiada por Google) y entusiasta promotor de algo así como los derechos humanos de las computadoras.
Habló, entre otras cosas, de la vida eterna gracias al avance científico y tecnológico, con un convencimiento y una fe digna de un pastor evangélico de esquina provisto de un megáfono. Decía no tener dudas de que él vivirá eternamente no sólo porque sea posible ir sustituyendo los órganos y tejidos caducos sino también porque cree posible que a más tardar en veinticinco años será posible reprogramar el envejecimiento hasta el punto que la persona privilegiada decida qué etapa de su existencia vivirá eternamente, aunque quizás todos se decidan a vivir una juventud sin fin.
Escuchándolo, pienso que el pastor evangélico tendría una ventaja sobre este predicador tecnócrata al tocar el punto que éste último ignora: La salvación de todos.
El tecnócrata, aun suponiendo que la posibilidad teórica se haga realidad, sólo podría ofrecer esa vida eterna a quienes puedan pagarla entre el restringido número de privilegiados de la clase más alta que existe en el minúsculo número de los países más ricos del mundo.