Por: Rafael Hernández Bolívar
En la década de los ochenta, un amigo mexicano expresó, medio en serio,
medio en broma: “A mí lo que me sorprende de este país es que todos ustedes son
unos igualados”. Con ello se refería a que los venezolanos no estamos
dispuestos a atribuirle superioridad alguna a nadie porque tenga más dinero, o
mayor nivel de instrucción, o tenga un apellido de abolengo, o cualquier otra
circunstancia diferenciadora o discriminatoria. Todo venezolano siente que
nadie “es más que otro”.
Lo que le sorprendía era que tal sentimiento no correspondía a una
situación objetiva: La realidad era que había diferencias visibles en el acceso
a la educación, en la administración de justicia y, sobre todo, en la
distribución de los ingresos. En resumen, valoraba la rebeldía de no aceptar
una situación de hecho que negaba lo que establecía la Constitución Nacional:
La igualdad de todos, sin espacios para la discriminación de ningún tipo., sea
social, política, religiosa o económica.
Por supuesto, nuestro amigo mexicano desconocía las peculiares
incidencias de nuestra historia que han dado origen a esa situación que
contrasta mucho con otras sociedades latinoamericanas de más acentuada discriminación.
No tenía presente, por ejemplo, el papel uniformador que cumplió lo
que algunos historiadores llaman “la rebelión popular de 1814” y las
prácticas de José Tomás Boves, aun con su carga despiadada y cruel sobre los
mantuanos de la época.
Hoy, aun con los avances innegables de la Revolución Bolivariana,
estamos distantes de una sociedad de iguales no sólo ante la ley sino en el
desempeño diario de la vida ciudadana. Pero, sin duda, medidas concretas
tomadas en este proceso abren posibilidades de igualdad y
capacitan para el real ejercicio de todos los derechos. Cada vez
somos menos igualados y más iguales.