Por Rafael Hernández Bolívar
Los rancios intereses de la sociedad española presumían de haber conseguido la fórmula perfecta para prolongar sus privilegios más allá de la muerte de Franco. Vendieron una etapa de transición como modelo de convivencia entre partidos políticos de inspiración ideológica diferentes, un sistema electoral para recoger la voluntad de los ciudadanos, aunque con un enorme “detalle técnico” como diría Ortega y Gasset (diseñado para que el caudal electoral tuviese un peso diferente y se comportara de manera favorable en los territorios bajo su influencia), un cuerpo de leyes y una estructura judicial destinada a defender los intereses del capital y, como remate, una monarquía, refrendada constitucionalmente, con un papel más o menos folklórico, más o menos ornamental y, eso sí, conciliador en situaciones de crisis entre las diversas fuerzas de la sociedad.
Para que este sistema funcionara -de hecho, había funcionado en los últimos cuarenta años- se requería de compromisos y de mecanismos apropiados. Sobre todo, necesitaba, como efectivamente obtuvo a partir de 1986, un aluvión de recursos financieros provenientes de la Comunidad Económica Europea que permitió desarrollar una infraestructura de servicios, aeropuertos, vías, autopistas, edificios, posibilidades turísticas, etc. Arturo Criado, con motivo del 25 aniversario del ingreso de España a la CEE, decía en una crónica de junio de 2010, que este país recibió en ese lapso “más dinero que toda Europa con el Plan Marshall” y recibió también el financiamiento del 50% de las grandes obras públicas durante el mismo período.
“España va bien”, decían. Luego, con la crisis, cambiarían la expresión por otra: “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Salieron a flote los dramas sociales, denunciadas las asociaciones de delincuentes saqueadores del Estado; hace aguas el bipartidismo que otorga contratos, sobrevalora obras y son procesados los dirigentes que van de la empresa privada al gobierno y al revés.