Por Rafael Hernández Bolívar
A finales de la década del setenta procuré estudiar con algún detenimiento el impacto que sobre la nueva educación habría de tener los grandes volúmenes de información con que la sociedad comenzaba a ser inundada. Para ese momento ya eran innumerables los datos que arrojaban investigaciones y registros de todo tipo, a la vez que era evidente la rapidez con que una información era reemplazada por otra más precisa. Me familiaricé con los conceptos y programas que se impulsaban desde la Unesco y desde programas regionales en función del diseño de sistemas de información nacionales a disposición de los ciudadanos.
En Venezuela, con alguna claridad en el asunto y muchas y graves inconsecuencias, se trabajó siguiendo las ideas más avanzadas en su momento. Se decía que si bien la información era importante, mucho más lo era qué hacer con ella. Esto es, cómo conseguirla, cómo valorarla, cómo registrarla, cómo recuperarla, cómo acceder a ella y poner a disposición de quienes la necesitaban para la toma de decisiones en el trabajo, en la política, en la cultura, etc.
Por supuesto de allí se desprendía no sólo la necesidad de desarrollar una infraestructura apropiada de recursos materiales y humanos, sino también el aprendizaje de las destrezas que permitiera desenvolverse con éxito en ese aluvión permanente y capacitara para decidir sobre la importancia, la redundancia o la veracidad de la información.
No hay espacio para analizar aquí el fracaso de aquellas pretensiones hace cuarenta años. Sólo quiero reseñar la importancia de retomar estos objetivos a la luz de un ciudadano consciente, informado y políticamente activo.
Me asombra constatar cuánta necedad circula en la web y, peor aún, cómo en las redes sociales se repite mecánicamente -sin criterio ni razón- mentiras, difamaciones, atribuciones vulgarmente falsas y montajes de laboratorios de la perfidia. La discusión honesta y colectiva es un buen antídoto; pero, las técnicas apropiadas y los criterios claros también ayudan.