Por: Rafael Hernández
Bolívar
El caso de Eladio Aponte Aponte
es emblemático del comportamiento político de una oposición sin rumbo ni
sindéresis. En su afán de buscar trincheras, desde donde disparar a la
Revolución y al Gobierno Bolivariano, establece alianzas vergonzosas y asume reverencialmente
las acusaciones de delincuentes. Henrique Capriles y Pablo Pérez salen a la
palestra pública otorgándole la credibilidad que no da su historial delictivo.
El primero aboga porque se difundan las sacrosantas palabras del acusado. Y
Pablo Pérez se apura a decir que el prófugo se exilia porque no cree en el
poder judicial venezolano. Vale decir: No es culpable. Al periódico TalCual le da vergüenza que un señor con tal
nivel intelectual y tal conducta haya pertenecido al máximo tribunal del país;
pero, no tiene prurito alguno en creerle cuanto diga en contra del gobierno y
de la justicia venezolana.
Desde por lo menos el año 2006 figuras
de peso de la Revolución Venezolana hacen denuncia pública de la conducta venal
y contraria a la ley de Aponte Aponte. Introducen denuncias y peticiones de
expulsión del sistema judicial venezolano. Funcionarios del gobierno nacional
impulsan y realizan investigaciones que establecen los indicios y los hechos
que determinan su responsabilidad y lo someten a juicio. Por iniciativa del
sector oficial se solicita y se realiza su destitución por la Asamblea
Nacional. El personaje emprende la huida con la colaboración de la DEA, tal
como lo ha demostrado con pelos y señales el Ministro de Interior y Justicia,
Tareck El Aissami. La derecha nacional e internacional pone a disposición todo
el arsenal mediático para recoger y difundir sus declaraciones desde Miami.
Parece que la condición básica
para convertirse en un portavoz válido de la oposición venezolana es la
condición de delincuente. Basta con que se inicie una investigación sobre un
personaje prominente, que se activen los mecanismos institucionales de
investigación para determinar la responsabilidad de dicho personaje y se tomen
las primeras medidas en función de su castigo. De inmediato, los representantes
de la oposición asumen su defensa y revisten de respetabilidad y “autoridad
moral” las palabras del acusado.
Pero del otro lado, tenemos consistencia
y autoridad moral en el combate a la corrupción. Valga un ejemplo: Ana Elisa
Osorio. La hemos visto del lado de la razón, de la justicia y de la Revolución
en momentos claves de nuestra historia reciente. Su posición clara, valiente y profundamente
comprometida con la Revolución en los días de abril de 2002 no admitía dudas de
ningún tipo: “¡Esto es un golpe de Estado y hay que informarlo al mundo!”,
resonó en los oídos de los venezolanos con el peso de una acusación rotunda.
En febrero de 2007 realizó una
protesta frente al Tribunal Supremo de Justicia. Se trataba de denunciar al
Juez Aponte Aponte por corrupto y exigir su destitución. “Corrupto=Traidor”,
decía premonitoriamente una pancarta. “Fuera Aponte Aponte del TSJ”, apuntaba
otra. Había entre los presentes gente que vino desde Ciudad Guayana exigiendo
justicia. Se entregaría un documento que sustentaba la denuncia y la petición.
Acudí a la protesta y allí Ana Elisa Osorio, a través de un megáfono hizo una
denuncia pormenorizada del comportamiento judicial y los actos de corrupción en
los cuales había incurrido el mencionado juez. Ilícitos que no sólo
justificaban su expulsión del alto tribunal de justicia sino de todo el sistema
judicial venezolano.
Hoy, cuando veo en la prensa
opositora tomando como verdad las palabras de un juez acusado de estar
relacionado con el narcotráfico y pretendiendo acusar a funcionarios del
gobierno y dirigentes de la revolución, viene a mi memoria ese evento que
testimonia posición moral oportuna. Sin duda, en un estado liberal burgués que
agoniza, hay todavía mecanismos y vacíos que permiten que sujetos de esta
catadura moral se cuelen y hagan de las suyas. Pero también resulta alentador
constatar que se están activando los medios para detectarlos y juzgarlos como
ocurre en este caso.