Por: Rafael Hernández Bolivar
En genuino lenguaje condolezziano y con las mismas palabras de los jerarcas del imperio, -exactamente las mismas, como siguiendo un guión- Mario Vargas Llosa manifestó en Buenos Aires “estar preocupado por Kirchner y Chávez.” Le preocupan retórica, gestos y desplantes frente a la política y el destino prefijados por los EEUU.
Y, por si pudiese parecernos dudosa su vocación de cortesano, agrega la siguiente expresión inequívoca: “Al señor Chávez hay que pararle las manos. Hay que frenarlo, porque puede ser un factor de demolición, no sólo para la democracia venezolana, sino para el resto del continente... está desquiciando a América Latina, ayudando a los movimiento subversivos”. Son preocupantes esas amistades con Fidel Castro, Kirchner, Evo Morales, Lula. Mucho más cuando las fuerzas progresistas de todo el mundo reunidas en el Foro Social de Porto Alegro acaban de dar tan vigoroso respaldo a la voluntad integracionista del Presidente Chávez.
Cuando uno escucha a los brejeteros del imperio no puede menos que recordar la premonición de Bolívar: “plagar la América de miserias en nombre de la libertad”. En nombre de ella y de la democracia, Vargas Llosa –desertor de su país y de las causas nobles- desconoce la voluntad de los pueblos. Detrás –y a veces delante- de cada uno de estos líderes está la presencia mayoritaria y decidida de los pueblos que luchan por conquistar un futuro diferente al pasado de atraso, humillación y explotación.
De un solo envión Vargas Llosa reivindica el “derecho” del imperio a decidir sobre América Latina, a definir cuáles deben ser sus relaciones internacionales y, sobre todo, reitera la más troglodita de las concepciones coloniales: los pueblos latinoamericanos son absolutamente incapaces de escoger sus caminos y sus líderes y, en consecuencia, son víctimas de dirigentes demagogos, con un gran poder de manipulación, empeñados en lanzarlos al abismo. Es pues un deber moral de la metrópolis realizar acciones salvadoras que le paren las manos a los usurpadores y liberen a los pueblos de sus maléficas influencias. Por eso aplaudió los bombardeos sobre Bagdad y acudió presuroso a dar testimonio de su “liberación”, matizando con frases de filigrana, los rostros de desesperación, los cuerpos sin vida, el hambre y la muerte enseñoreadas sobre un pueblo inerme.
Quizás, Vargas Llosa desea escribir otro diario. Como el que escribió después de la invasión a Irak. Y decirnos que la imagen de unos niños, abstraídos en su inocencia de la tragedia y de la muerte, nadando sobre los escombros de un país destruido, es la libertad.
Y, por si pudiese parecernos dudosa su vocación de cortesano, agrega la siguiente expresión inequívoca: “Al señor Chávez hay que pararle las manos. Hay que frenarlo, porque puede ser un factor de demolición, no sólo para la democracia venezolana, sino para el resto del continente... está desquiciando a América Latina, ayudando a los movimiento subversivos”. Son preocupantes esas amistades con Fidel Castro, Kirchner, Evo Morales, Lula. Mucho más cuando las fuerzas progresistas de todo el mundo reunidas en el Foro Social de Porto Alegro acaban de dar tan vigoroso respaldo a la voluntad integracionista del Presidente Chávez.
Cuando uno escucha a los brejeteros del imperio no puede menos que recordar la premonición de Bolívar: “plagar la América de miserias en nombre de la libertad”. En nombre de ella y de la democracia, Vargas Llosa –desertor de su país y de las causas nobles- desconoce la voluntad de los pueblos. Detrás –y a veces delante- de cada uno de estos líderes está la presencia mayoritaria y decidida de los pueblos que luchan por conquistar un futuro diferente al pasado de atraso, humillación y explotación.
De un solo envión Vargas Llosa reivindica el “derecho” del imperio a decidir sobre América Latina, a definir cuáles deben ser sus relaciones internacionales y, sobre todo, reitera la más troglodita de las concepciones coloniales: los pueblos latinoamericanos son absolutamente incapaces de escoger sus caminos y sus líderes y, en consecuencia, son víctimas de dirigentes demagogos, con un gran poder de manipulación, empeñados en lanzarlos al abismo. Es pues un deber moral de la metrópolis realizar acciones salvadoras que le paren las manos a los usurpadores y liberen a los pueblos de sus maléficas influencias. Por eso aplaudió los bombardeos sobre Bagdad y acudió presuroso a dar testimonio de su “liberación”, matizando con frases de filigrana, los rostros de desesperación, los cuerpos sin vida, el hambre y la muerte enseñoreadas sobre un pueblo inerme.
Quizás, Vargas Llosa desea escribir otro diario. Como el que escribió después de la invasión a Irak. Y decirnos que la imagen de unos niños, abstraídos en su inocencia de la tragedia y de la muerte, nadando sobre los escombros de un país destruido, es la libertad.
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