Por: Rafael Hernández
Bolívar
Mary Baker Eddy, célebre
evangelista norteamericana de finales del siglo XIX, convocó a sus seguidores a
la orilla del Misisipi para que observaran cómo ella era capaz de repetir la
hazaña de caminar sobre las aguas, tal
como Jesús. La gente acudió en masa. Un acontecimiento así derrumbaría la
desconfianza de los incrédulos y los fieles saldrían de la experiencia
fortalecidos en su fe.
Después de horas de espera, la
predicadora preguntó con su voz carismática y subyugante: “¿Alguien de los
presentes en esta concentración duda de que yo, ungida de las manos del Señor,
pueda caminar sobre las aguas?” La masa unánime respondió: “¡No!”.
Entonces, Mary Baker-Eddy paseó
su mirada serena y retadora sobre los rostros expectantes y crédulos y
concluyó: “Si tal es vuestro pensamiento; entonces, no necesitáis prueba
alguna: ¡Basta con vuestra fe!”. Dicho
esto se retiró del lugar y con ello se dispersó la concentración, sin
comprender cabalmente qué había ocurrido. Aunque, por supuesto, un siglo de
misticismo no ha logrado disolver el tufillo a estafa de tan insólito evento.
La renuncia a la precandidatura
de Leopoldo López a favor de Capriles Radonsky y, en general, las llamadas
primarias de la oposición, transpiran ese mismo tufillo a estafa: La democracia
no requiere de hechos. Sólo necesita que la gente crea en apariencias, aguajes,
bluffs. ¡Que tenga la ilusión de que existe y ellos son sus fieles
practicantes! Sólo así se entiende que candidatos sin ningún mérito ni ningún
auditorio se inscribieran y montaran sus espectáculos. Seriamente, ¿quién
votaría por ellos? ¿En qué se distinguen unos de otros? Por eso en los mal
llamados debates brillaron por su ausencia las ideas disímiles entre gente
intercambiable y de pensamiento único.
Al final, concluirán que, si
todos creen en ese esperpento, en esa pseudodemocracia, ¿para qué tomarse la
molestia de dar una muestra concreta de una real democracia? Ellos deciden
quienes son los precandidatos, cuáles se retiran y quienes permanecen, el foco
y la sombra, el papel de radical o conservador que le corresponde a cada uno,
etc., hasta el final de la farsa.