martes, marzo 15, 2011

La peor manera de tener razón

Por: Rafael Hernández Bolívar

Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, … la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.
John Donne

Cuando a través de la televisión vi la angustia dibujada en japoneses preocupados por la eventualidad de una explosión en el Centro de Energía Nuclear Fukushima, vino de inmediato a mi memoria una de las pesadillas que presenta Akiro Kurosawa en su película Los Sueños. En ella se trata el tema de la fuga de radioactividad en una planta nuclear, cuyos reactores explotan uno tras otro, y de la desesperación que siembran los esfuerzos inútiles por escapar de una muerte segura. Los personajes pronuncian frases de terror, de impotencia, de rabia, en la medida que presienten los efectos sucesivos que preceden la muerte, bajo un cielo rojo, amarillo y violeta. “Como la radioactividad es invisible, le han puesto color para que sepamos qué elemento nos matará”. Recuerdo también la cara de estupefacción e incredulidad con que la protagonista pronunciaba una frase acusadora: “nuestros científicos aseguraban que no había peligro, que todo estaba seguro, que no habría accidentes”. Y la sentencia lapidaria de otro: “¡Quienes nos mintieron también van a morir!”
La tragedia de Japón reitera lo que con tanta frecuencia olvidamos: La humanidad es una sola y no podemos escapar a lo que afecte a una parte de ella. Esta tragedia también es nuestra. No sólo por el noble sentimiento de solidaridad que hoy embarga al resto del mundo. También lo es por las consecuencias concretas que tal tragedia tendrá en cada uno de los habitantes de este planeta, por alejado o extraño que sea al epicentro de la catástrofe: Los efectos contaminantes en un medio ambiente de suyo contaminado y convulso; las consecuencias para una economía mundial en crisis; las interrogantes y las aprehensiones que arroja sobre las formas alternativas de producir energía y, no menos importante, la actualización en todos los habitantes de este planeta de las peores pesadillas sobre un accidente nuclear fuera de control.
Cuando se afirma que la tierra ha variado la posición de su eje de rotación no es sólo Japón quien lo hizo sino todos los países del planeta y si ahora la tierra acelera una millonésima de segundo más en dar la vuelta sobre sí misma, en realidad, todos aceleraremos ese tiempo, nuestros días serán más cortos y sufriremos todos las pequeñas o grandes consecuencias que estos hechos implican. Si hay contaminación radioactiva, se expandirá a través de las aguas por todos los océanos y contaminará toda la cadena alimenticia, desde las algas que consumen los peces hasta los productos marinos que alimentan al hombre.
Ya, una vez más, los científicos se encargarán de hacer los fríos cálculos del desastre ecológico; tanto los derivados de las incontrolables fuerzas de la naturaleza del terremoto y del tsunami como los derivados de las torpezas del hombre para evitar la catástrofe nuclear que, aprendiz de brujo impenitente, ha desatado fuerzas incontrolables. Los economistas a su vez sacarán cuentas, harán evaluaciones y diseñarán planes que les permitan –tal como suelen decir- “convertir un obstáculo en una oportunidad para ganar”. Por supuesto, para ganar ellos y sus señores, en detrimento del resto de los mortales. Y los expertos en generación de energía determinarán errores, proyectarán a futuro medidas preventivas que minimicen riesgos y reelaborarán nuevas estrategias, ahora sí, más seguras, que se sumarán a las derivadas de Chernobyl, de Castle Bravo, de Three Mile Island, de Tokaimura y tantos otros accidentes. Aquí, como en muchas otras cosas, las decisiones las toman minorías selectas en nombre de la humanidad; pero, las consecuencias las pagamos todos.
Pero, ¿quién paliará esta angustia renovada, esta incertidumbre reiterada en cada catástrofe? ¿No ha llegado el momento de plantearnos las raíces del problema? ¿Qué nos impide ver y evaluar con objetividad los hechos, intuir los intereses en juego y sopesar las opiniones?
Sin duda hay una densa amalgama de datos, ideas y propaganda que adormece las angustias, pospone las iniciativas y nos seduce con la promesa de tranquilidades futuras. Creemos ciegamente en la capacidad infinita de la ciencia para resolver los problemas presentes y futuros. Pensamos que por grande que sea el problema, la ciencia, más temprano que tarde, conseguirá una solución. Estamos persuadidos de que siempre habrá tiempo y de que, al final, se podrá enderezar cualquier entuerto. Abusamos de la naturaleza, agotamos sus recursos y, aún así, creemos que podemos forjar un futuro a imagen y semejanza de nuestras ambiciones.
Esta terrible tragedia debía convencernos de la fragilidad de ese optimismo superficial y mentiroso. Con este esquema de producción que tasa el desarrollo en términos de ganancias económicas inmediatas, sin importar las consecuencias ambientales ni los riesgos para el hombre, ¿no nos estamos condenando todos para bienestar y disfrute de unos pocos? En absoluto me consuela la expresión de uno de los personajes de Kurosawa: “¡Ellos también morirán!”. Prefiero pensar que aún estamos a tiempo de poner un freno a esta locura y que el esfuerzo de todos los habitantes de la tierra o, por lo menos, de su aplastante mayoría, pueda elaborar esquemas de desarrollo más justos, más humanos, más solidarios y más racionales.
No somos los únicos dueños. Este planeta es nuestro y de los demás también: Los contemporáneos y los que estén por venir. Todas estas catástrofes nucleares llamadas eufemísticamente accidentes, ¿no son un terrible adelanto de lo que nos prepara la ciencia y la tecnología al servicio de la inmediatez y los atajos de la voracidad capitalista? ¿Hay espacio para dudar que lo está en juego es la sobrevivencia de la especie? ¿Cuántos cadáveres son necesarios para darle solidez a esta verdad?